
Un haz de luz, fría y tenue, resbala despacio por los perfiles dentados de la persiana metálica, a medio echar; entra en el bar, dejando a la vista una gruesa capa de polvo que cubre las teclas nacaradas, ahora sin brillo, de un viejo piano en desuso arrinconado. En un extremo de la barra, casi en penumbra, dos personas a un metro y medio de distancia, apuran la penúltima copa de vino, intentando acercar posiciones. Dejan unas monedas, se ponen las mascarillas y salen a la pequeña plaza adoquinada. El reloj marca la hora. La dueña abre la caja, que se encuentra al lado de un montón de deberes apilados, sin salida, recoge el poco dinero que ha hecho y apaga la luz. Ensimismada, acaricia unos cuantos acordes graves en el teclado, antes de bajar del todo el cierre, que cimbrea sin dejar de rechinar. El viento, fuera, tararea y tararea furioso; mientras ella desaparece calle abajo, impotente y abatida, otro día más, con las manos vacías en los bolsillos y la melena enredada.
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